Lucha, huida o parálisis, son las respuestas naturales ante una amenaza. Gracias a ellas hemos logrado sobrevivir a los grandes peligros de la historia: depredadores, animales venenosos, accidentes, catástrofes, invasores, tiranos, delincuentes,… Adelantar las consecuencias de una acción también puede salvarnos la vida, y gracias a esta capacidad hemos evitado resultados catastróficos. Pero esa capacidad de adelantar consecuencias es limitada, y en ocasiones no sólo no hemos evitado las catástrofes, sino que las hemos provocado. El instinto y la intuición pueden avisarnos de un peligro inminente, pero en ocasiones necesitamos estudiar con más detenimiento la información disponible, y ni aún así seremos capaces adivinar lo que acabará sucediendo. Pero el instinto seguirá funcionando, y seguirá diciéndonos que lo desconocido es peligroso.
¿Fallar es peligroso? Puede que sí, y quizás por ello al menos resulta desagradable. Y las consecuencias de fallar pueden ser desastrosas, pero también leves, intrascendentes o incluso favorables si es que la suerte se pone de nuestro lado, aunque no será lo habitual. Por eso nadie quiere fallar. Valoramos las probabilidades de éxito y de fracaso, así como las posibles consecuencias, y entonces decidimos si merece la pena intentarlo.
Pero, ¿con qué precisión estudiamos cada uno de los escenarios posibles? Una cosa está clara: cuanto más rápida la decisión, menos precisaremos, y menos posibilidades llegaremos a considerar. En las decisiones rápidas contaremos con la ayuda de la intuición, con resultados asombrosos cuando el ámbito en el que se utiliza es familiar, pero no tanto en entornos extraños. En muchos casos, y en especial en esos entornos extraños, salvo peligro inminente, necesitamos parar un momento a examinar la información disponible. Y entonces el miedo no será una gran ayuda precisamente.
El miedo nos lleva fijarnos únicamente en el resultado más desfavorable, independientemente de lo probable o improbable que pueda llegar a ser, y si de lo que se trata es de evitar catástrofes, estará genial. ¿Qué es lo peor que podría pasar? Es una buena y útil pregunta. ¿Y qué mecanismos utilizaremos para obtener la respuesta? ¿El rápido e instintivo, o podemos permitirnos dejar actuar a la vía lenta de nuestro cerebro? El miedo puede que nos presente una situación catastrófica, es su misión, protegernos de los desastres. Pero realmente, ¿qué es lo peor que podría pasar?
El miedo presentará al error como una tremenda amenaza. Pero esa fiera que nos muestra, ¿es real? ¿No estará exagerando un poco las dimensiones de la criatura? Si de evitar una amenaza se trata, será normal que exagere, ¿no? ¿Estaré permitiéndole para ello crear un monstruo, un mito? ¿Y no estaré alimentando yo mismo ese mito? Ese ser irreal se alimentará de creencias irreales: como la de que si fallo no habrá más oportunidades para mi, que no podré soportar el dolor o que seré rechazado por todos. Y sí, habrá más oportunidades para mi, si no me escondo de ellas, si las busco, o si me esfuerzo por crearlas yo mismo; sí, podrás soportar la decepción y el dolor, no morirás por ello; y por último, a la inmensa mayoría de la gente le importa que falles mucho menos de lo que tú te piensas, bien porque le prestarán menos atención de la que crees porque estarán mucho más pendientes de sus propios asuntos, o bien porque simplemente te aprecian por lo que eres, más allá de que en un momento determinado te salgan bien o mal las cosas.
Pero en fin, a veces no tenemos tanto tiempo como para realizar un cálculo «exacto» de probabilidades y valorar todos los resultados posibles, así que necesitamos tomar una decisión. Conocemos los beneficios de lograrlo, pero sabemos que hay un riesgo, puede que no tan probable como parece, y unas consecuencias asociadas, quizá no tan graves. Lo que sí necesitamos tener claro, es que el error siempre nos proporciona una oportunidad de aprender algo, aunque sólo sea, como decía Thomas Alva Edison, la de conocer una manera más “de cómo no hacer una bombilla”. Y ya sólo eso nos pone en una mejor posición que cuando ni sabíamos “cómo hacer una bombilla”, ni “cómo no hacerla”. Y una vez que haya descubierto 999 maneras de no hacerla, estaré muchísimo mejor que quienes todavía no conocen ni tan solo una.
¿Eso quiere decir de deba gustarme fallar? NO. Puede que esté bien disfrutar del proceso, pero lo que yo quiero es ganar. Puedo estar dispuesto a perder, y más aún a sacar lecciones valiosas de la derrota, pero mi objetivo sigue siendo ganar. No me gusta perder. Odio perder, pero no le tengo miedo. Me da rabia fallar, no miedo.
Ante la amenaza del error, cuál será mi respuesta: huir, quedarme paralizado, o luchar. ¿Es una bestia temible? Bueno, quizás. Pero lo que no servirá de nada es quedarse parado esperando a que pase, o salir huyendo para evitarla. Si tenemos hambre de verdad debemos estar dispuestos a enfrentarla, a salir magullados y a sufrir sus arañazos antes de darle caza. El dolor no se siente en mitad de la pelea, y si salimos victoriosos las heridas escuecen menos. Sólo cuando uno se rinde es cuando de verdad duele.
Pero tampoco podemos aceptar que la derrota nos zarandee como a un pelele, una y otra vez. Y lejos de tenerle miedo, debemos encontrar la forma de enfrentarnos a ella. Cada vez que Mohamed Ali entraba en el ring y miraba a su rival se decía a si mismo “¡Hey, ese es el tipo que me robó la bicicleta”. Evidentemente ese tipo no era el ladrón de su bici, y seguramente no había hecho nada para merecer su odio. Pero lo que Ali odiaba en realidad era perder, tanto como «odiaba» a quienquiera que fuese el que le robó de niño, y ni a la derrota ni al caco les tenía ningún miedo. Aquel ladrón impulsaría desde entonces al chiquillo, hasta convertirlo en el Gran Campeón.
Miedo, odio. No importa, siempre y cuando seas tú quien los utilizas, y no al revés, para alejarte de lo que no deseas o para aproximarte a tus metas, y no al revés.