Para cualquier persona con un mínimo de sensibilidad, puede que no haya una cosa que le duela más que ver sufrir a una niña o a un niño. Y por eso tenemos miedo de que algo pueda hacerles daño, en especial si se trata de nuestros hijos. Por supuesto que ellos y ellas necesitan protección, como también necesitan sentirse seguros. Y esa es la condición necesaria para que puedan aventurarse a explorar el mundo, saber que cuentan con el apoyo de alguien para que puedan hacerlo.
Laura Dekker – La navegante más joven en completar la vuelta al mundo en solitario, con 16 años.
¿Pero que significado le damos a la protección? ¿Evitar los rasguños? ¿Privarles de que puedan aprender a montar en bici para evitar las caídas y el dolor de los arañazos? ¿Acaso no es soportable ese dolor? ¿O quizás sea nuestro sufrimiento el que no podemos soportar? Total, nosotros ya sabemos lo que es andar en bicicleta, ya lo hemos disfrutado. Y quizás también llegó el momento en que renunciamos a volver a disfrutarlo como antes, como cuando éramos niños. ¿Y ahora nos da miedo que ellos no lo puedan soportar, que nosotros no lo podamos soportar?
Como Richard Gerver decía hace unos días en el congreso Mentes Brillantes V celebrado en Madrid (en el que también participó Laura Dekker), a los niños les decimos constantemente qué pasiones son aceptables y cuáles no lo son. Y probablemente lo único que pretendemos hacer es evitarles sufrimientos y decepciones. Pero haciendo esto, ¿qué más cosas les estamos evitando? ¿De qué otras cosas les estamos privando? Probablemente consideremos que no es necesario pasar por los mismos sufrimientos por los que pasamos nosotros, ¿pero significa eso que tampoco es necesario que disfruten del riesgo y la aventura? Quizás encontremos la forma de que los niños aprendan a andar en bici sin riesgo de que puedan caerse. Pero si de la educación y el aprendizaje hacemos un constante «mira como se hace», ¿dónde queda espacio para sus entusiasmados «¡mira lo que hago!»?
Finalmente, llegará un momento en el que no sólo se trate de una exagerada, y puede que también infundada, aversión al riesgo, sino que acabaremos viendo con malos ojos todo aquello que amenaza la forma establecida de hacer las cosas. Quizás lo consideremos transgresivo, irrespetuoso, inaceptable o simplemente peligroso, sin pararnos a pensar si de verdad existe alguna razón que haya conducido a evitar un comportamiento distinto al comúnmente aceptado, o si de existir esa razón, continua estando vigente. ¿De verdad hay algo que impida al chimpancé subir la escalera para coger los plátanos? Ya, él no sabe los manguerazos de agua fría que nosotros nos llevábamos cada vez que lo intentábamos. ¿Pero estamos seguros de que sigue habiendo alguien apuntándonos a todos con esa manguera? Y aunque así fuera, ¿y si los más jóvenes fuesen capaces de alcanzar los plátanos? ¿y si no les importase llevarse algún remojón con tal de conseguirlo? ¿y si ellos fuesen capaces de encontrar otra manera?
Nuestro mundo de adultos se ve privado de los sueños de los jóvenes porque en algún momento llegamos a pensar que el precio a pagar por ellos no merecía la pena, cuando muchas veces ni siquiera conocíamos cual era el precio real que tendríamos que llegar a pagar, si el dolor necesario podría llegar a ser soportable, y simplemente nos dejábamos llevar por el miedo a ese supuesto dolor. Y ahora pretendemos convencerles de que tampoco ellos lo podrán soportar. ¿O somos nosotros los que no podríamos soportar verles sufrir? ¿Y si ellos sí fuesen capaces de soportarlo? ¿Y si decidiesen por sí mismos que sí les merece la pena? ¿Y si encontrasen una forma de hacer que sí les mereciese la pena? ¿Y si finalmente, su esfuerzo y su coraje, nos mereciese la pena a todos? ¿O nos da miedo que ellos puedan llegar a conseguir aquello a lo que nosotros renunciamos?
Si de niños un sueño nos emocionaba, ilusionaba y apasionaba, ¿qué nos lleva a decidir que deja de ser aceptable al madurar? ¿En qué momento decidimos que la educación para un mundo adulto debe dejar de lado esos sueños y la ilusión que despierta en sus rostros? ¿En qué momento decidimos que sólo son fantasías que se deben ir abandonando para alcanzar la madurez? ¿Y en qué lugar estaríamos ahora sin los sueños y las utopías de algunos de esos niños grandes? Quizás sea el momento de volver a cuestionar los límites que aceptamos, en lugar de tratar de cohibir con ellos la imaginación y la creatividad de los demás. Quizás debamos aprender a valorar más la oportunidad, la ilusión y el entusiasmo infantiles, y tener menos miedo a los rasguños.